En el mundo del Siglo XXI aparentemente todos estamos más conectados gracias a la magia de las nuevas tecnologías. Rompen las barreras físicas de la comunicación, dicen. Pero, de verdad nos sentimos más conectados hoy con nuestros congéneres? Los mismos medios que nos informan sobre qué pasa en otras partes del mundo, nos hablan cada día de todo tipo de acontecimientos que implican sufrimiento humano, muchas veces a manos de otro ser humano. No hace falta irse a lugares lejanos donde transcurren guerras para ver que nuestra especie está en conflicto. Cada día en nuestro entorno cercano somos participes de batallas que con el tiempo terminan distanciando a unas personas de otras dejando secuelas por el camino. El ser humano contemporáneo lucha por odio, venganza, resentimiento, envidia, orgullo e incluso por amor. Y detrás de todos esos motivos se esconde un ego con miedo a lastimarse, que necesita reafirmarse cueste lo que cueste. La realidad es que en nuestra sociedad individualista el ego ha poseído la voluntad del ser humano llevándose con él cualquiera posibilidad de conectar con los otros.
Ahí esta la paradoja, mientras las nuevas tecnologías nos han ido acercando más, nuestro ego se ha empeñado en distanciarnos. Y esto tiene mucho que ver con los valores de la cultura occidental bajo la que vivimos cuyo leitmotiv es anteponer el bien individual al colectivo. Desde pequeños asumimos una perspectiva de la vida enfocada al logro individual y los éxitos se van midiendo según lo que uno alcanza a nivel personal. En cambio, se guarda un espacio pequeño para trabajar nuestra conexión con el otro, que muchas veces se queda en convencionalismos como saber pedir perdón. El lenguaje se aprende rápido, el sentir la conexión necesita más tiempo, el que no existe en los calendarios escolares. Lo decía Gandhi cuando dijo «sé el cambio que quieras ver en el mundo»; si queremos ver un mundo sin guerras debemos empezar por marcar la diferencia en nuestras vidas. Y cuanto antes lo hagamos, más tiempo podremos disfrutar de ese gran hilo que nos une a todos en el mundo.
Los valores culturales forman parte también de nuestro ego individual, compartiendo estancia junto con la educación que recibimos, nuestras experiencias personales y todas las influencias que han condicionado nuestra manera de pensar y de sentir. Todo ello en conjunto ha ido gestando un falso sentido de identidad que toma la forma de nuestra imagen y autoconcepto. Este aspecto del ego es el que en mayor medida determina nuestra vida a través de las decisiones que tomamos y las acciones que realizamos en el día a día. Nos identificamos con nuestras propias creencias, las asumimos como reales y buscamos confirmarlas continuamente. Cuando nos encontramos con algo que no encaja con los patrones que sigue nuestra mente, sentimos malestar y nuestro ego saca sus mejores armas antes de darse por vencido. Aquí comienza nuestra batalla que termina invadiendo todos los ámbitos de nuestra vida, desconectándonos de personas para sentirnos conectados con nuestro ego particular.
La negatividad que percibimos en el mundo tiene su origen en nuestra mente, en la rigidez con la que miramos lo que acontece a nuestro alrededor. Moldeamos nuestra visión de los acontecimientos según las voces que oímos dentro de nuestra cabeza. Enjuiciamos experiencias y personas tal y como lo hacemos con nosotros mismos, pues crecimos con la idea de que existen héroes y villanos. Así pues, etiquetamos el mundo utilizando las polaridades que vamos adquiriendo con la experiencia, sin darnos cuenta de que lo que en verdad aprendemos son nuevas palabras que no tienen existencia más allá del marco del lenguaje. Pero el ego se resiste a deshechar una idea que ya forma parte de su esencia, como si con ello perdiera algo de su identidad. Y aquí se da de nuevo una paradoja, ansiamos ser diferentes al otro y a la vez nos aterra el alejarnos de lo que es políticamente correcto. Hay una incongruencia entre los valores individualistas de nuestra cultura y los condicionantes que recibimos de nuestra educación y de las normas implícitas comunes a todos los miembros de la sociedad. Y es por ello que el ser humano vive en un conflicto iniciado desde su interior.
Vivimos una falta de conexión real entre los seres que habitamos el planeta Tierra. El ego colectivo nos hace creer que pertenecemos a un grupo social con el que compartimos valores, cuando en realidad nos está separando de nuestros otros «hermanos». Los prejuicios que ordenan nuestro mundo en categorías, nos alejan de personas que están hechas de la misma materia que la nuestra y crean brechas en la sociedad. La crisis ha puesto a prueba a la humanidad, sacando los instintos más profundos de supervivencia pero también, vemos crecer algunas semillas de solidaridad. Independientemente de la cultura, historia personal o generación en que nazcamos, todos formamos parte del gran propósito de la vida. Bajo esa capa definida por estereotipos artificiales, está la esencia que compartimos y lo que en verdad nos conecta al otro, la humanidad. El darnos cuenta de que no somos más que personas viviendo al fin y al cabo las mismas experiencias de sufrimiento, dolor, frustración y también conociendo lo que es el amor y la amistad. La comprensión de esta esencia que compartimos con las personas que nos encontramos en nuestro camino es lo que denominamos compasión. Cuando salimos de nuestro propio ego para entrar en contacto con la humanidad del otro, es cuando sentimos la conexión, entonces tiene lugar el cambio del que hablaba Gandhi.
El secreto de la vida está en seguir el hilo que nos une y a la vez nos mantiene unidos al hogar que compartimos, la Tierra. Lo vemos cuando nos sentimos conectados a las personas, a la naturaleza y a los otros seres vivos con los que convivimos desde nuestros orígenes. El mismo lenguaje que usamos para comunicarnos nos impide tocar ese hilo que nos lleva a la esencia del otro. Dejamos de sentirlo cuando vivimos más en el mundo que nos creamos en nuestra mente que en el mundo físico donde no existen categorías sino sólo humanos. Tomar conciencia de que los pensamientos y sentimientos comienzan y terminan en nuestro mundo interno, es el primer paso para el despertar. Volver a conectar con la vida es ser y estar en el momento presente. Vivir actívamente la experiencia implica también el pensar y el sentir, pero siendo conscientes de que son productos de nuestra mente. Salir de la mente significa no dejarse arrastrar por las necesidades del ego y encontrarnos con la vida en la que se da la conexión real con el mundo.
Despierta tu consciencia y escucha la llamada solicitando tu presencia en el aquí y ahora. Sigue el hilo rojo y comprométete con tu parte del cambio.
Bienvenido al mundo!
🙂